La localización de un pequeño fósil de 231 millones de años ha permitido que sepamos más sobre el pasado de los lagartos y las serpientes. El hallazgo del cráneo de este animal implica un descubrimiento relevante para las ciencias naturales en general.
Por ese motivo, la revista Nature colocó recientemente a ese trabajo en su tapa. Sus autores conversaron con NEXciencia sobre los detalles de la investigación.
Taytalura es el nombre que recibió un diminuto cráneo que el paleontólogo Ricardo Martínez halló en Ischigualasto, el parque provincial de San Juan, un lugar reconocido mundialmente por su riqueza paleontológica: “En ese momento, yo estaba buscando en un nivel del terreno que tiene pequeñas concreciones, me llamó la atención esta “piedrita” particular y adiviné un cráneo. Fue en el año 2001, lo recuerdo muy bien, unos días después del ataque del 11 de septiembre. Sabía que había encontrado algo nuevo aunque no imaginé que era algo tan importante. Eso surgió luego, con el estudio”. Para conocer con exactitud qué había entre los sedimentos pasaron veinte años.
En esta historia de azares logrados, también hay un registro único del momento en que Martínez se agacha a recolectar un posible fósil. Un voluntario que formaba parte de la campaña tomó la fotografía del momento exacto: la sonrisa del investigador presagiaba el hallazgo de un tesoro.
“Se conocen algunos especímenes de lepidosauromorfos pero no existe otro cráneo en tres dimensiones tan bien conservado como el que hallamos, suelen estar aplastados o encontrarse sólo partes. Fue mucho el tiempo que tardamos en prepararlo en el laboratorio. Recién pudimos verlo bien luego de dos años, aunque sólo externamente. Para tener información del interior, en cambio, necesitábamos hacerle una tomografía computada de muy alta resolución. Diez años después lo llevamos a la Universidad de Texas donde fue posible realizar un CT-Scan”, relata Martínez.
Los misterios de la pieza no fueron dilucidados completamente hasta el año pasado cuando el paleontólogo decidió retomar su estudio. La pandemia dificultaba las campañas, el ejercicio normal de investigación en la universidad, los viajes, rutinas típicas de un científico. Veinte años después del hallazgo, Martínez se ponía en contacto con su colega Sebastián Apesteguía de la Fundación Azara; Gabriela Sobral, investigadora del Museo de Historia Natural de Stuttgart, y Tiago Simões, quien trabaja actualmente en el Museo de Zoología de Harvard. Juntos iniciaron una colaboración, “nos lanzamos a un google docs”, que terminaría siendo una publicación muy relevante.
La revista Nature aceptó el trabajo, el proceso de revisión de pares fue sencillo y una ilustración del paleoartista argentino Jorge Blanco hizo que la investigación fuera tapa y la noticia recorriera el mundo.
“La región de Ischigualasto es una formación muy importante donde están datadas edades absolutas, es decir, sabemos exactamente que el nivel donde apareció Taytalura tiene 231 millones de años. En ese momento, el mundo era un solo continente -Pangea- ubicado casi totalmente en una posición ecuatorial lo que determinaba un tipo de clima particular, un “megamonzón”, donde imperaba una alternancia de temporadas de lluvia y sequía. La zona no era el desierto que es ahora, corrían ríos, había coníferas, similar a la actual sabana del este africano. La alternancia de lluvias torrenciales favorece la conservación de fósiles”, detalla Martínez.
Un intervalo evolutivo clave
“Este animal pertenece al grupo de los lepidosaurios, hermanos de los arcosaurios, ambos se bifurcan de un reptil primitivo. Los arcosaurios son más conocidos porque de ellos derivan los cocodrilos y las aves, también los dinosaurios. En cambio, los lepidosaurios no llaman tanto la atención pero su relevancia es indiscutible: a ellos pertenece el grupo más numeroso de vertebrados actuales”, aclara Martínez.
Registro del preciso momento en que Martínez realizó el hallazgo del fósil. Foto: Rodolfo Lomascolo. |
Registro del preciso momento en que Martínez realizó el hallazgo del fósil. Foto: Rodolfo Lomascolo.
Ese grupo diverso y numeroso al que el paleontólogo hace referencia representa once mil especies actuales: todos los animales con escamas (escuamatas), los reptiles como lagartos y serpientes. Dentro de los lepidosaurios están los efenodontes, estos fueron extremadamente numerosos en el Mesozoico pero en la actualidad sólo una especie ha sobrevivido: los Tuátara de Nueva Zelanda. Lo que el equipo de investigadores argentinos y brasileños encontró es un antecesor de todos ellos, un origen común que se desconocía, una nueva pieza del árbol de la vida.
“De Taytalura sabemos muy poco. Son animales muy pequeños, su conservación requiere que no haya sido predado, que haya permanecido enterrado por millones de años y que, además, durante la formación de las rocas no haya sido disuelto o aplastado. La probabilidad de conservación es una en cientos de millones. Y luego, tenemos que encontrarlos. Es muy fortuito, somos conscientes de la probabilidad”, reconoce Martínez, que además de ser investigador es curador de la colección de fósiles del Instituto y Museo de Ciencias Naturales perteneciente a la Universidad Nacional de San Juan.
En ese pequeño cráneo se hicieron más de mil cortes, y toda la información requería de gran capacidad de cómputo: Gabriela Sobral procesó las imágenes. Por su parte, Tiago Simões construyó, durante su doctorado, una matriz de datos para analizar la posición de todos los grandes grupos de reptiles, especialmente de lagartos y serpientes. Cuando se sumó a la colaboración que buscaba saber quién había sido Taytalura, incluyó los datos anatómicos en su base y realizó análisis filogenéticos: “Investigamos cómo fue la historia evolutiva entre todas las especies, los tiempos de esos procesos y la diversidad de morfologías que existen entre otros grupos de reptiles para poder ubicar esta nueva especie”, describe Simões, hoy posdoc en Harvard.
“En una gran variedad morfológica, no sólo nos interesó saber con quiénes está relacionado más próximamente sino también dónde ubicarlo. Taytalura pertenece a un intervalo evolutivo clave, es un lepidosaurio temprano. A grandes rasgos, algunas de las características que nos permiten ubicarlo filogenéticamente son los huesos superiores de su cráneo, que están fusionados. La presencia de un hueso particular de la mandíbula que los esfenodontes no tienen pero los escamados sí, y una excepción en la arquitectura del cráneo donde un tipo hueso se halla en los diápsidos pero no en los esfenodontes”.
Estas aproximaciones a partir de la morfología del fósil permitieron a los investigadores afirmar que Taytalura no es un esfenodonte, tampoco un escamado, es más antiguo que ambos.
Aunque por la antigüedad del fósil no es posible hacer un análisis molecular -se utiliza en piezas de hasta un millón de años solamente-, los modelos sí incluyeron información molecular de animales modernos con ancestros de hasta 150 millones de años. “Los datos moleculares nos brindan información más abundante y más rica, lo que permite inferir a través de una red estructural la morfología de animales extintos”, dice Simões.
“Pudimos conocer muchas cosas con el cráneo, pero no tener el resto del animal implica desconocer cómo eran sus vértebras, cómo se movía, si trepaba a los árboles, cómo corría”, enumera Simões. Esas preguntas -casi interminables- son las que empujan a miles de paleontólogos del mundo a salir en busca de restos de otras vidas que nos permitan conocer la historia evolutiva de quienes habitamos alguna vez la Tierra.
Fuente: NEX